"YO, PICASSO"
Art, verano 89
Ellos no lo saben, pero los veo. Erguido entre los límites de este marco, los veo.
Hay un silencio expectante. Las cabezas, ordenadas, parecen detenidas, cinceladas en el aire. Ellas son espuma compacta en la creta de las olas sucesivas de asientos. Sé que mi ojo izquierdo las hipnotiza, las absorbe, les bebe el aliento: lo pinté así a propósito, justo en el eje axial del lienzo, grande, profundo, inquisidor, ligeramente irónico. Corría el año 1901, me había instalado en un estudio del boulevard de Cliché, cerca del café L´Hipodrome, donde, en febrero, mi amigo Carlos se había quitado la vida. Era mi segunda visita a París. Eran, también, tiempos difíciles.
Ellos no lo saben, pero los veo. Erguido entre los límites de este marco, los veo.
Hay un silencio expectante. Las cabezas, ordenadas, parecen detenidas, cinceladas en el aire. Ellas son espuma compacta en la creta de las olas sucesivas de asientos. Sé que mi ojo izquierdo las hipnotiza, las absorbe, les bebe el aliento: lo pinté así a propósito, justo en el eje axial del lienzo, grande, profundo, inquisidor, ligeramente irónico. Corría el año 1901, me había instalado en un estudio del boulevard de Cliché, cerca del café L´Hipodrome, donde, en febrero, mi amigo Carlos se había quitado la vida. Era mi segunda visita a París. Eran, también, tiempos difíciles.
Alguien tose, se produce un murmullo, el paisaje se anima.
Frente a mí, en la zona más inmediata de mi campo visual, cuatro personas, de cara al público, salvaguardan asidas a sus teléfonos el anonimato de los compradores. Los auriculares se me antojan fabulosos apéndices crecidos en sus orejas, como aquellos portentos descritos e ilustrados en antiguos manuscritos. Pujan. La tensión aumenta no menos que las cifras pronunciadas, casi abstractas en su inmensidad. No salgo de mi asombro. Mientras me contengo (no vaya a abrir la boca, no fuera a delatarme), me acuerdo de Hélène.
Hélène era la cocinera de Gertrude Stein, en cuya casa de la rue Fleurus nº 27 nos reuníamos un grupo de amigos las veladas de los sábados. Allí estaban Matisse, Braque, Rousseau, Max Jacob, Fernande, Apollinaire, y Marie Laurencin, entre otros. A Hélène no le gustaron nunca nuestros cuadros, ni antes ni después. Eso nos apenaba mucho. También ella se sorprendió cuando los periódicos empezaron a hablar de nosotros (yo los he conocido cuando todavía no eran nadie, decía), o ante el sonido de mi nombre en la radio, o del de monsieur Braque, que, por ser el más corpulento del grupo, solía encargarse de colgar aquellos extraños cuadros en el taller de madame Stein. Para Hélène, un nombre impreso en la hoja del periódico o escurriéndose, suave, por la rejilla de la radio equivalía a ser alguien. Pero… ¿Cómo podía ser que aquellos jóvenes…? ¡Y esos cuadros! ¡Mon Dieu!
Una cifra final resuena por toda la sala. Me arranca de mis ensoñaciones en aquel París de 1907.
La subasta concluye. “Yo, Picasso” he sido vendido en 47,58 millones de dólares.
Me descuelgan. Hace calor. Fuera, ya debe ser de noche.