"UPTOWN & DOWNTOWN"
Art, 1189
Imaginemos una ciudad. Una de esas pocas ciudades que cuentan en el gran Templo del arte. Enfoquemos nuestra lente. Ahí está la calle que buscamos. Perfecta de galerías que muestran sin pudor al viandante los cálices de la salvación. Un hombre está saliendo con aplomo. Entre dos cálices-lienzos de 3x3m., se asoma al día 8 de mayo agujereado en la ciudad por un tiroteo de coches.
Art, 1189
Imaginemos una ciudad. Una de esas pocas ciudades que cuentan en el gran Templo del arte. Enfoquemos nuestra lente. Ahí está la calle que buscamos. Perfecta de galerías que muestran sin pudor al viandante los cálices de la salvación. Un hombre está saliendo con aplomo. Entre dos cálices-lienzos de 3x3m., se asoma al día 8 de mayo agujereado en la ciudad por un tiroteo de coches.
Inspira, voluminoso. Sumerge las manos en los bolsillos. Parecen los preparativos para una expedición. Vuelve a inspirar. Luego, cruza unos metros e introduce su inmensa humanidad en el Jaguar aparcado junto a la acera. “Alfonso…” (su chofer tiene nombre de rey), “a downtown”, silba sin reprimir su júbilo. Como cada año en primavera se dirige a supervisar la exposición de la rentrée otoñal.
Cuando llega al piso decimoséptimo, el júbilo se le ha deshecho como azúcar en agua caliente. El aire le zumba, agobiado, en los pulmones en tanto se asoma por el malsano agujero de la escalera para valorar su esfuerzo. “Dios santo”, piensa, calibrando tanta sucia negrura, “lo que hacen algunos para demostrar su fidelidad a la Bohème”.
Deja ir unos golpecitos espaciados. La puerta es abre, nerviosa. Y aparece la aparición del neo-vangogh, joven a quien nuestro hombre ha encumbrado hasta la cima de la celebridad. “Tomo asiento”, le dice, ofreciéndose una silla en medio del loft escrupulosamente vacío, “¿qué tal va eso?, ¿cuántos llevas pintados?”
Ya se pierde entre su pelo cuidadosamente despeinado, ya se sorbe la nariz, ya se rasca la cabeza, bebe a morro marrón la cerveza, ya golpea con sus botarrones de ante viejo el pavimento desigual del suelo, ya se pone un aire fauve de cuchillo entre los dientes para matar burgueses: “Ninguno”. Y, anticipando una respuesta: “¿Qué quieres?, al Arte no se le pueden tender trampas”.
A nuestro hombre esto le suena a salmodia conocida. Mira al neo-vangogh, mira los tejados anárquicos de la ciudad: un gran cuadro en el ventanal. Los cuadros del neo-vangogh son grandes porciones de tierra rodeadas de dinero por todas partes. Hace poco estuvo en Saint-Rémy, desde el hotel veía viejos americanos ricos en los cafés. La música barata de un acordeón falso les devolvía el sueño de la douce France, el Midi de los artistas, París. Lost Paradise. Cien años antes, a pocos kilómetros, van Gogh ingresaba en la Maison de Santé de Sainte Paule de Mausole. Allí pintaba cipreses e intentaba tragarse los colores.
El neo-vangogh nunca se tragará los colores, ni se cortará la oreja, y menos se disparará un tiro en la sien. Es un artista a la medida de los americanos viejos y ricos de los cafés de Saint-Rémy. Sabe jugar bien la doble carta del boho-bourgeois.
El galerista más prestigioso de esta ciudad se despega de la silla. No sin cierta sorna, le da una palmadita en el hombro. Dice: “No te preocupes, chico, ya se te ocurrirá algo. Pero haz que se te ocurra pronto”.
Enfrentándose a la perspectiva abismal de escalones, piensa que en una escalera, como en todo, siempre es más difícil subir que bajar.