Art, Verano 90
En sus cien años de vida, el Museo había visto muchas cosas: parejas besándose en sus escaleras, hombres afectados por el síndrome de Sthendal que de pronto empezaban a rotar como peonzas frente e un cuadro y se desplomaban, encuentros furtivos a la sombra de sus esquinas. Sin embargo, no hubo nada parecido al caso de aquel hombre.
Un buen día se fijó en él. No porque hubiera en él un signo distintivo en medio de todos los rostros que se paseaban por las salas, sino por su recurrencia. Siempre realizaba el mismo recorrido, deteniéndose un espacio de tiempo similar para observar cada cuadro. Pronto, sin embargo, le descubrió una falta de interés delatada en la inquietud de sus movimientos, de su mirada. Eso cesaba cuando se detenía frente a una obra concreta. Una vez fue un cuadro de Hopper, otra uno de Hockney. Mientras, el Museo se preguntaba a qué era debida esa atracción que iba saltando, de semana en semana, de un cuadro a otro. No tardó en descubrirlo. Observó cómo el hombre ensayaba gestos frente al cuadro hasta que el último día, el que marcaba la transición de un cuadro a otro, componía una postura. A veces, cuando la época del cuadro lo permitía, adoptaba también una vestimenta similar a la del personaje elegido. Ésta era una especie de caparazón externo que le permitía ir entrando en materia. Pero lo más importante era el gesto, alcanzar la esencia tanto del personaje como de la situación desarrollada. Cada gesto parecía pervivir en el hombre aún después de pasar a otro cuadro, a otro personaje, a otra situación. Iban sedimentando en él, engrosándolo.
El Museo pasó así de espectáculo a espectador de aquel juego insólito donde cada día le deparaba algo nuevo. El hombre le contagió su inquietud y, aunque nadie lo notara, aunque nadie lo oyera, sus paredes latían con fuerza y el suelo de sus pisos se sacudía cuando lo veía asomar por la puerta de cristal, entregar el ticket con un gesto tímido, como si alguien fuera a prohibirle la entrada, como si no tuviera del todo derecho a representar cada día, en silencio, su juego. Aparte del Museo, nadie había presenciado nada. Para los bedeles, para los vigilantes, era un raro más, un excéntrico, un loco.
Cuando el hombre se paró frente a La despedida, el Museo no pudo calibrar el alcance de su elección. El espectador, colocado frente al cuadro, se situaba en lo alto de una escalera vertical que descendía, acotada por un fragmento de pared y una barandilla de madera, hacia la puerta abierta. En el inicio había oscuridad, y luego la luz se hacía tenue, y de golpe todo se dilataba en un estallido de luminosidad, allá en el umbral de la puerta. Se preguntó qué personaje iba a componer, si no había personajes. Se figuró un reto.
Le llevó más de tres semanas. Contemplando sus movimientos, el Museo tuvo la sensación de que el resto de los cuadros no habían sido más que preliminares de la prueba final. Cada día que pasaba iba verificando un extraño proceso. El hombre era de golpe la bañista de Hockney, las miradas de dos solitarios en la barra de un bar de Hopper y tantos otros personajes y situaciones, se engrosaba pero al tiempo parecía ir diluyéndose en una especie de flujo inmaterial. Y llegó el día en que el Museo lo vio pasar de la suave penumbra interior a la luz tenue que anticipaba la salida, traspasar la puerta de cristal, hacer un gesto vago y etéreo con la cabeza, sin volverse, desvaneciéndose en el estallido de luz que enmarcaba el mundo exterior.