"EL HOMBRE DE NEGRO"
Art, 1289
A una señal de tu mano la gran libélula se levanta, ensordecedora. En lo alto de la azotea, impelido por el viento, avanzas como un ladrón encorvado sobre tu adquisición última. Se acercan los guardias de seguridad, devotos a tu nombre. “¿Qué tal el viaje, Mr. Hunter?”. El viaje es el salto de una azotea a otra en el pir2 que forma el centro de la ciudad, algo que el helicóptero realiza sin excesiva fatiga. Uno de ellos te analiza bajo el prisma altivo de su juventud. Tú eres viejo, parcamente vestido. De encontrarte ahí abajo, piensa, no daría ni cinco por ti, un vagabundo cualquiera. El pobre no ha llegado todavía al conocimiento: en tu mundo (poco más del 0% de la población) ni el traje ni la apariencia hacen al hombre.
Art, 1289
A una señal de tu mano la gran libélula se levanta, ensordecedora. En lo alto de la azotea, impelido por el viento, avanzas como un ladrón encorvado sobre tu adquisición última. Se acercan los guardias de seguridad, devotos a tu nombre. “¿Qué tal el viaje, Mr. Hunter?”. El viaje es el salto de una azotea a otra en el pir2 que forma el centro de la ciudad, algo que el helicóptero realiza sin excesiva fatiga. Uno de ellos te analiza bajo el prisma altivo de su juventud. Tú eres viejo, parcamente vestido. De encontrarte ahí abajo, piensa, no daría ni cinco por ti, un vagabundo cualquiera. El pobre no ha llegado todavía al conocimiento: en tu mundo (poco más del 0% de la población) ni el traje ni la apariencia hacen al hombre.
“Hace frío”, toses, “llévenme a la 17B, rápido”. En esta sala con nombre de quirófano hay un hueco que espera la cifra de tus desvelos. Te estremeces recordando que estuviste a punto de perderla por la tenacidad de el otro.
El M.A.C., visto desde dentro, es un diamante colosal cuyos reflejos se refractan en la noche. Un mineroanimal en movimiento. Las voces, la gente, se arremolinan alrededor de lo esencial: Tú, exhibiéndote con el orgullo del buen coleccionista junto a tú Colección. Desde los puntos más distantes del planeta han acudido a la cita. Pocos motivados por un verdadero interés. La mayoría por el Yo estuve.
Hay sabios de mirada escrutadora. Hay viejas recién desenterradas con todo su atavío. Hay jóvenes que patinan con soltura sus piernas entre vagones de metro, fragmentos de muro, losas con ideogramas lejanos.
“Mon cher ami”, se presenta el conservador de un museo francés, “Quelle idée si fantastique! ¿Cómo se le ocur-rió lo de los graf-fit-tis? ¿Cree, mon ami, que ess-to c´est de l´art?
Justo en ese instante ves al hombre de negro. A unos centímetros de lo que minutos antes era el hueco, su cara, encendida por una pasión secreta, parece adelantársele como la del ave que en la visión de la presa tiene ya la constancia de su captura. Sin conocerlo, lo reconoces. Como harías con esas figuras de Daumier que se alzan sobrias y atentas o se inclinan ensimismadas en su búsqueda sobre una carpeta de grabados.
Inquieto, respondes. “Ustedes, querido, son invitados que, por miedo a equivocarse, llegan siempre tarde a la fiesta. Luego, para no desperdiciar el viaje, cargan sombras, cargan ecos y los cuelgan en sus museos. ´Qué fiesta tan bonita`, dicen ´¿No ha valido la pena?`. ¿Sabe usted lo que es el olfato?”.
El hombre titubea.
“El olfato es la pasión. Un perro de caza tiene olfato y tiene cuerpo. Ustedes sólo tienen cuerpo. Por eso siempre llegan tarde. Ahora, ¿qué decía de arte?”.
A veces, te gusta imaginar un encuentro entre los dos grandes coleccionistas de una época. Edward Fuchs nacía en 1870. Edmond Goncourt moría en 1896. Queda un intervalo de unos siete años. Goncourt hablaría de las japonerías y Fuchs de la escultura china en la época Tang. Ambos codiciarían (por qué no, es humano) los tesoros del otro.
Cuando todo ha terminado te informan de que en la 17B pasa algo extraño. Un hueco.
A la indignación sucede el estupor, al estupor la calma, el orgullo.
Te preguntas si en tu encuentro imaginario uno de los dos, Fuchs o Goncourt, hubiera llegado a tanto.